La lengua de las mariposas

Publicado: 29 septiembre, 2014 en deletras, lectura

LA LENGUA DE LAS MARIPOSAS

«¿Qué hay, Gorrión? Espero que este año podamos ver por fin la lengua de las mariposas».

El maestro aguardaba desde hacía tiempo que le enviaran un microscopio a los de la instrucción pública. Tanto nos hablaba de cómo se agrandaban las cosas menudas e invisibles por aquel aparato que los niños llegábamos a verlas de verdad, como si sus palabras entusiastas tuvieran un efecto de poderosas lentes.

«La lengua de la mariposa es una trompa enroscada como un resorte de reloj. Si hay una flor que la atrae, la desenrolla y la mete en el cáliz para chupar.

Cando lleváis el dedo humedecido a un tarro de azúcar ¿a qué sienten ya el dulce en la boca como si la yema fuera la punta de la lengua? Pues así es la lengua de la mariposa». Y entonces todos teníamos envidia de las mariposas. Qué maravilla. Ir por el mundo volando, con esos trajes de fiesta, y parar en flores como tabernas con barriles llenos de jarabe.

Yo quería mucho a aquel maestro. Al principio, mis padres no podían creerlo. Quiero decir que no podían entender como yo quería a mi maestro. Cuando era un «picarito», la escuela era una amenaza terrible. Una palabra que cimbraba en el aire como una vara de mimbre.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Dos de mis tíos, como muchos otros mozos, emigraron a América por no ir de quintos (*) a la guerra de Marruecos. Pues bien, yo también soñaba con ir a América sólo por no ir a la escuela. De hecho, había historias de niños que huían al monte para evitar aquel suplicio. Aparecían a los dos o tres días, ateridos y sin habla, como desertores de la Barranco del Lobo. Yo iba para seis años y me llamaban todos Gorrión. Otros niños de mi edad ya trabajaban. Pero mi padre era sastre y no tenía tierras ni ganado.

Prefería verme lejos y no enredando en el pequeño taller de costura. Así pasaba gran parte del día correteando por la Alameda, y fue Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, el que me puso el apodo. «Pareces un gorrión».

Creo que nunca corrí tanto como aquel verano anterior al ingreso en la escuela. Corría como un loco y a veces sobrepasaba el límite de la Alameda y seguía lejos, con la mirada puesta en la cima del monte Sinaí, con la ilusión de que algún día me saldrían alas y podría llegar a Buenos Aires. Pero jamás sobrepasé aquella montaña mágica.

«¡Ya verás cuando vayas a la escuela!»

Mi padre contaba como un tormento, como si le arrancara las amígdalas con la mano, la manera en que el maestro les arrancaba la jeada del habla para que no dijeran ajua nin jato ni jracias. «Todas las mañanas teníamos que decir la frase ‘Los pájaros de Guadalajara tienen la garganta llena de trigo’. ¡Muchos palos llevábamos por culpa de Juadalagara!» Si de verdad quería meterme miedo, lo consiguió. La noche de la víspera no dormí. Encogido en la cama, escuchaba el reloj de la pared en la sala con la angustia de un condenado. El día llegó con una claridad de mandil de carnicero. No mentiría si le dijera a mis padres que estaba enfermo.

El miedo, como un ratón, me roía por dentro.

Y me meé. No me meé en la cama sino en la escuela.

Lo recuerdo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas. Estaba sentado en el último pupitre, medio escondido con la esperanza de que nadie se percatara de mi existencia, hasta poder salir y echar a volar por la Alameda.

«A ver, usted, ¡póngase de pie!»

El destino siempre avisa. Levanté los ojos y vi con espanto que la orden iba para mí. Aquel maestro feo como un bicho me señalaba con la regla. Era pequeña, de madera, pero a mí me pareció la lanza de Abd el-Krim.

«¿Cuál es su nombre?»

«Gorrión».

Todos los niños rieron a carcajadas. Sentí como si me batieran con latas en las orejas.

«¿Gorrión?»

No recordaba nada. Ni mi nombre. Todo lo que yo había sido hasta entonces había desaparecido de mi cabeza. Mis padres eran dos figuras borrosas que se desvanecían en la memoria. Miré cara al ventanal, buscando con angustia los árboles de la alameda.

Y fue entonces cuando me meé.

Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaron y resonaban como trallazos (*).

Huí. Eché a correr como un loquito con alas. Corría, corría como solo se corre en sueños y viene tras de uno el Sacaúnto. Yo estaba convencido de que eso era lo que hacía el maestro. Venir tras de mí. Podía sentir su aliento en el cuello y el de todos los niños, como jauría de perros a la caza de un zorro. Pero cuando llegué a la altura del palco de la música y miré cara atrás, vi que nadie me había seguido, que estaba solo con mi miedo, empapado de sudor y de meos. El palco estaba vacío. Nadie parecía reparar en mí, pero yo tenía la sensación de que toda la villa estaba disimulando, que docenas de ojos censuradores acechaban en las ventanas, y que las lenguas murmuradoras no tardarían en llevarle la noticia a mis padres. Las piernas decidieron por mí. Caminaron hacia  al Sinaí con una determinación desconocida hasta entonces. Esta vez llegaría hasta A Coruña y embarcaría de polisón en uno de esos navíos que llevan a Buenos Aires.

Desde la cima del Sinaí no se veía el mar sino otro monte más grande todavía, con peñascos recortados como torres de una fortaleza inaccesible. Ahora recuerdo con una mezcla de asombro y nostalgia lo que tuve que hacer aquel día. Yo sólo, en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que con candil andaban en mi búsqueda. Mi nombre cruzaba la noche cabalgando sobre los aullidos de los perros. No estaba sorprendido. Era como si atravesara la línea del miedo. Por eso no lloré ni me resistí cuando llegó donde mi la sombra regia de Cordeiro. Me envolvió con su chaquetón y me abrazó en su pecho. «Tranquilo Gorrión, ya pasó todo».

Dormí como un santo aquella noche, pegadito a mamá. Nadie me reprendió. Mi padre se había quedado en la cocina, fumando en silencio, con los codos sobre el mantel de hule, las colillas amontonadas en el cenicero de concha de vieira, tal como pasara cuando había muerto la abuela.

Tenía la sensación de que mi madre no me había soltado de la mano en toda la noche.

Así me llevó, agarrado como quien lleva un serón en mi vuelta a la escuela. Y en esta ocasión, con corazón sereno, pude fijarme por vez primera en el maestro. Tenía la cara de un sapo.

El sapo sonreía. Me pellizcó la mejilla con cariño. «¡Me gusta ese nombre, Gorrión!». Y aquel pellizco me hirió como un dulce de café. Pero lo más increíble fue cuando, en el medio de un silencio absoluto, me llevó de la mano cara a su mesa y me sentó en su silla. Y permaneció de pie, agarró un libro y dijo:

«Tenemos un nuevo compañero. Es una alegría para todos y vamos a recibirlo con un aplauso». Pensé que me iba a mear de nuevo por los pantalones, pero sólo noté una humedad en los ojos. «Bien, y ahora, vamos a comenzar con un poema. ¿A quién le toca? ¿Romualdo? Ven, Romualdo, acércate. Ya sabes, despacito y en voz bien alta».

A Romualdo los pantalones cortos le quedaban ridículos. Tenía las piernas muy largas y oscuras, con las rodillas llenas de heridas.

 

Una tarde parda y fría…

 

«Un momento, Romualdo, ¿qué es lo que vas a leer?»

«Una poesía, señor».

«¿Y cómo se titula?»

«Recuerdo infantil. Su autor es don Antonio Machado».

«Muy bien, Romualdo, adelante. Despacito y en voz alta. Repara en la puntuación.».

El llamado Romualdo, a quien yo conocía de acarrear sacos de piñas como niño que era de Altamira, carraspeó como un viejo fumador de picadura y leyó con una voz increíble, espléndida, que parecía salida de la radio de Manolo Suárez, el indiano de Montevideo.

 

Una tarde parda y fría

de invierno. Los colegiales

estudian. Monotonía

de lluvia tras los cristales.

Es la clase. En un cartel

se representa a Caín

fugitivo, y muerto Abel,

junto a una marcha carmín…

 

“Muy bien. ¿Qué significa monotonía de lluvia, Romualdo?», preguntó el maestro.

«Que llueve después de llover, don Gregorio».

 

«¿Rezaste?», preguntó mamá, mientras pasaba la plancha por la ropa que papá cosiera durante el día. En la cocina, la olla de la cena despedía un aroma amargo de nabiza.

«Pues si», dije yo no muy seguro. «Una cosa que hablaba de Caín y Abel».

«Eso está bien», dijo mamá. «No sé por qué dicen que ese nuevo maestro es un ateo».

«¿Qué es un ateo?»

«Alguien que dice que Dios no existe». Mamá hizo un gesto de desagrado y pasó la plancha con energía por las arrugas de un pantalón.

«¿Papá es un ateo?»

Mamá posó la plancha y me miró fijo.

«¿Cómo va a ser papá un ateo? ¿Cómo se te ocurre preguntar esa pavada?»

 

Yo había escuchado muchas veces a mi padre blasfemar contra Dios. Lo hacían todos los hombres. Cuando algo iba mal, escupían en el suelo y decían esa cosa tremenda contra Dios.

Decían dos cosas: Cajo en Dios, cajo en el Demonio. Me parecía que sólo las mujeres creían de verdad en Dios.

«¿Y el Demonio? ¿Existe el Demonio?»

«¡Por supuesto!»

El hervor hacía bailar la tapa de la olla. De aquella boca mutante salían vaharadas de vapor e gargajos de espuma y berza. Una abeja revoloteaba en el techo alrededor de la lámpara eléctrica que colgaba de un cable trenzado. Mamá estaba enfurruñada como cada vez que tenía que planchar. Su cara se tensaba cuando marcaba la raya de las perneras. Pero ahora hablaba en un tono suave y algo triste, como si se refiriera a un desvalido.

«El Demonio era un ángel, pero se hizo malo».

La abeja batió contra la lámpara, que osciló ligeramente y desordenó las sombras.

«El maestro dijo hoy que las mariposas también tienen lengua, una lengua finita y muy larga, que llevan enrollada como el resorte de un reloj. Nos la va a enseñar con un aparato que le tienen que mandar de Madrid. ¿A que parece mentira eso de que las mariposas tengan lengua?»

«Si él lo dice, es cierto. Hay muchas cosas que parecen mentira y son verdad. ¿Te gusta la escuela?»

«Mucho. Y no pega. El maestro no pega».

No, el maestro don Gregorio no pegaba. Por lo contrario, casi siempre sonreía con su cara de sapo. Cuando dos peleaban en el recreo, los llamaba, » parecen carneros», y hacía que se dieran la mano.

Luego, los sentaba en el mismo pupitre. Así fue como hice mi mejor amigo, Dombodán, grande, bondadoso y torpe. Había otro rapaz, Eladio, que tenía un lunar en la mejilla, en el que golpearía con gusto, pero nunca lo hice por miedo a que el maestro me mandara darle la mano y que me cambiara junto a Dombodán. El modo que tenía don Gregorio de mostrar un gran enfado era el silencio.

«Si ustedes no se callan, tendré que callar yo».

Y iba cara al ventanal, con la mirada ausente, perdida en el Sinaí. Era un silencio prolongado, desasosegante, como si nos dejara abandonados en un extraño país.

Sentí pronto que el silencio del maestro era el peor castigo imaginable. Porque todo lo que tocaba era un cuento atrapante. El cuento podía comenzar con una hoja de papel, después de pasar por el Amazonas y el sístole y diástole del corazón. Todo se enhebraba, todo tenía sentido. La hierba, la oveja, la lana, mi frío. Cuando el maestro se dirigía al mapamundi, nos quedábamos atentos como si se iluminara la pantalla del cine Rex. Sentíamos el miedo de los indios cuando escucharon por vez primera el relincho de los caballos y el estampido del arcabuz. Íbamos a lomo de los elefantes de Aníbal de Cartago por las nieves de los Alpes, camino de Roma. Luchamos con palos y piedras en Ponte Sampaio contra las tropas de Napoleón. Pero no todo eran guerras.(1)

Hacíamos hoces y rejas de arado en las herrerías del Incio. Escribimos cancioneros de amor en Provenza y en el mar de Vigo. Construimos el Pórtico da Gloria. Plantamos las patatas que vinieron de América. Y a América emigramos cuando vino la peste de la patata.

«Las patatas vinieron de América», le dije a mi madre en el almuerzo, cuando dejó el plato delante mío.

«¡Que iban a venir de América! Siempre hubo patatas», sentenció ella.

«No. Antes se comían castañas. Y también vino de América el maíz». Era la primera vez que tenía clara la sensación de que, gracias al maestro, sabía cosas importantes de nuestro mundo que ellos, los padres, desconocían.

Pero los momentos más fascinantes de la escuela eran cuando el maestro hablaba de los bichos. Las arañas de agua inventaban el submarino. Las hormigas cuidaban de un ganado que daba leche con azúcar y cultivaban hongos. Había un pájaro en Australia que pintaba de colores su nido con una especie de óleo que fabricaba con pigmentos vegetales. Nunca me olvidaré. Se llamaba tilonorrinco. El macho ponía una orquídea en el nuevo nido para atraer a la hembra.

Tal era mi interés que me convertí en el suministrador de bichos de don Gregorio y él me acogió como el mejor discípulo. Había sábados y feriados que pasaba por mi casa y íbamos juntos de excursión. Recorríamos las orillas del rio, las gándaras (*), el bosque, y subíamos al monte Sinaí. Cada viaje de esos era para mí como una ruta del descubrimiento. Volvíamos siempre con un tesoro. Una mantis. Una libélula. Un escornabois (*). Y una mariposa distinta cada vez, aunque yo solo recuerde el nombre de una es la que el maestro llamó Iris, y que brillaba hermosísima posada en el barro o en el estiércol.

De regreso, cantábamos por las corredoiras (*) como dos viejos compañeros. Los lunes, en la escuela, el maestro decía: «Y ahora vamos a hablar de los bichos de Gorrión».

Para mis padres, esas atenciones del maestro eran una honra. Aquellos días de excursión, mi madre preparaba la merienda para los dos. «No hacía falta, señora, yo ya voy comido», insistía don Gregorio. Pero a la vuelta, decía: «Gracias, señora, exquisita la merienda».

«Estoy segura de que pasa necesidades», decía mi madre por la noche.

«Los maestros no ganan lo que tienen que ganar», sentenciaba, con sentida solemnidad, mi padre. «Ellos son las luces de la República».

«¡La República, la República! ¡Ya veremos donde va a parar la República!»

Mi padre era republicano. Mi madre, no. Quiero decir que mi madre era de misa diaria y los republicanos aparecían como enemigos de la Iglesia.

Procuraban no discutir cuando yo estaba delante, pero muchas veces los sorprendía.

«¿Qué tienes tu contra Azaña? Esa es cosa del cura, que te anda calentando la cabeza».

 

«Yo a misa voy a rezar», decía mi madre.

«Tú, sí, pero el cura no».

Un día que don Gregorio vino a recogerme para ir a buscar mariposas, mi padre le dijo que, si no tenía inconveniente, le gustaría «tomarle las medidas para un traje».

El maestro miró alrededor con desconcierto.

«Es mi oficio», dijo mi padre con una sonrisa.

“Respeto muchos los oficios», dijo por fin el maestro.

Don Gregorio llevó puesto aquel traje durante un año y lo llevaba también aquel día de julio de 1936 cuando se cruzó conmigo en la alameda, camino del ayuntamiento.

«¿Qué hay, Gorrión? A ver si este año podemos verles por fin la lengua a las mariposas».

Algo extraño estaba por suceder. Todo el mundo parecía tener prisa, pero no se movía. Los que miraban para la derecha, viraban cara a la izquierda. Cordeiro, el recolector de basura y hojas secas, estaba sentado en un banco, cerca del palco de la música. Yo nunca viera sentado en un banco a Cordeiro. Miró cara para arriba, con la mano de visera. Cuando Cordeiro miraba así y callaban los pájaros era que venía una tormenta.

Sentí el estruendo de una moto solitaria. Era un guarda con una bandera sujeta en el asiento de atrás. Pasó delante del ayuntamiento y miró cara a los hombres que conversaban inquietos en el porche. Gritó: «¡Arriba España!» Y arrancó de nuevo la moto dejando atrás una estela de estallidos.

Las madres comenzaron a llamar por los niños. En la casa, parecía haber muerto otra vez la abuela. Mi padre amontonaba colillas en el cenicero y mi madre lloraba y hacía cosas sin sentido, como abrir el grifo del agua y lavar los platos limpios y guardar los sucios.

Llamaron a la puerta y mis padres miraron el picaporte con desasosiego. Era Amelia, la vecina, que trabajaba en la casa de Suárez, el indiano.

«¿Saben lo que está pasando? En la Coruña los militares declararon el estado de guerra. Están disparando contra el Gobierno Civil».

«¡Santo cielo!», se persignó mi madre.

«Y aquí», continuó Amelia en voz baja, como si las paredes oyeran, » Se dice que el alcalde llamó al capitán de carabineros pero que este mandó decir que estaba enfermo»,

Al día siguiente no me dejaron salir a la calle. Yo miraba por la ventana y todos los que pasaban me parecían sombras encogidas, como si de pronto cayera el invierno y el viento arrastrara a los gorriones de la Alameda como hojas secas.

Llegaron tropas de la capital y ocuparon el ayuntamiento. Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.

«Están pasando cosas terribles, Ramón», oí que le decía, entre sollozos, a mi padre. También él había envejecido. Peor todavía. Parecía que había perdido toda voluntad.

Se arrellanó en un sillón y no se movía. No hablaba. No quería comer.

«Hay que quemar las cosas que te comprometan, Ramón. Los periódicos, los libros. Todo»

Fue mi madre la que tomó la iniciativa aquellos días. Una mañana hizo que mi padre se arreglara bien y lo llevó con ella a la misa. Cuando volvieron, me dijo: «Ven, Moncho, vas a venir con nosotros a la alameda».

Me trajo la ropa de fiesta y, mientras me ayudaba a anudar la corbata, me dijo en voz muy grave: «Recuerda esto, Moncho. Papá no era republicano. Papá no era amigo del alcalde. Papá no hablaba mal de los curas. Y otra cosa muy importante, Moncho. Papá no le regaló un traje al maestro».

«Sí que lo regaló».

«No, Moncho. No lo regaló. ¿Entendiste bien? ¡No lo regalo!»

Había mucha gente en la Alameda, toda con ropa de domingo. Bajaran también algunos grupos de las aldeas, mujeres enlutadas, paisanos viejos de chaleco y sombrero, niños con aire asustado, precedidos por algunos hombres con camisa azul y pistola en el cinto. Dos filas de soldados abrían un corredor desde la escalinata del ayuntamiento hasta unos camiones con remolque entoldado, como los que se usaban para transportar el ganado en la feria grande.

Pero en la alameda no había el alboroto de las ferias sino un silencio grave, de Semana Santa. La gente no se saludaba. Ni siquiera parecían reconocerse los unos a los otros. Toda la atención estaba puesta en la fachada del ayuntamiento.

Un guardia entreabrió la puerta y recorrió el gentío con la mirada. Luego abrió del todo e hizo un gesto con el brazo. De la boca oscura del edificio, escoltados por otros guardas, salieron los detenidos, iban atados de manos y pies, en silente cordada. De algunos no sabía el nombre, pero conocía todos aquellos rostros. El alcalde, el de los sindicatos, el bibliotecario del ateneo Resplandor Obrero, Charli, el vocalista de la orquesta Sol y Vida, el cantero q quien llamaban Hércules, padre de Dombodán… Y al cabo de la cordada, jorobado y feo como un sapo, el maestro.

Se escucharon algunas órdenes y gritos aislados que resonaron en la Alameda como petardos. Poco a poco, de la multitud fue saliendo un ruge-ruge que acabó imitando aquellos apodos.

«¡Traidores! ¡Criminales! ¡Rojos!»

«Grita tu también, Ramón, por lo que más quieras, ¡grita!». Mi madre llevaba agarrado del brazo a papá, como si lo sujetara con toda su fuerza para que no desfalleciera. «¡Que vean que gritas, Ramón, que vean que gritas!»

Y entonces oí como mi padre decía «¡Traidores» con un hilo de voz. Y luego, cada vez más fuerte, «¡Criminales! ¡Rojos!» Saltó del brazo a mi madre y se acercó más a la fila de los soldados, con la mirada enfurecida cara al maestro. «¡Asesino! ¡Anarquista! ¡Come-niños!»

Ahora mamá trataba de retenerlo y le tiró de la chaqueta discretamente. Pero él estaba fuera de sí. «¡Cabrón! ¡Hijo de mala madre¡ Nunca le había escuchado llamar eso a nadie, ni siquiera al árbitro en el campo de fútbol. «Su madre no tiene la culpa, ¿eh, Moncho?, recuerda eso». Pero ahora se volvía cara a mi enloquecido y me empujaba con la mirada, los ojos llenos de lágrimas y sangre. «¡Grítale tú también, Monchito, grítale tú también!»

Cuando los camiones arrancaron cargados de presos, yo fui uno de los niños que corrían detrás lanzando piedras. Buscaba con desesperación el rostro del maestro para llamarle traidor y criminal. Pero el convoy era ya una nube de polvo a lo lejos y yo, en el medio de la alameda, con los puños cerrados, sólo fui capaz de murmurar con rabia: «¡Sapo! ¡Tilonorrinco! ¡Iris!»

Autor: Manuel Rivas

Responde a las siguientes preguntas:

1. Define qué es un cuento, y hazlo teniendo en cuenta el fragmento marcado en negrita (en el que además pone (1)).

2. Intenta explicarle a un niño pequeño qué es lo que tiene que tener en cuenta a la hora de escribir un cuento.

3. En el cuento aparecen numerosos recursos literarios, ¿por qué?

4. Señala el nombre de los recursos literarios que aparecen en los siguientes fragmentos e intenta explicar su significado como si se lo contaras a un niño pequeño.

a. El miedo, como un ratón, me roía por dentro.

b.  Mamá salió para ir a la misa y volvió pálida y triste, como si se hiciera vieja en media hora.

c. Me pellizcó la mejilla con cariño: «¡Me gusta ese nombre, Gorrión! Y aquel pellizco me hirió como un dulce café.

d. Los libros son como un hogar. En los libros podemos refugiar nuestros sueños para que no se mueran de frío.

e. Cuando se dieron cuenta los otros rapaces, las carcajadas aumentaban y  sonaban como trallazos.

f. Lo recuedo muy bien. Pasaron tantos años y todavía siento una humedad cálida y vergonzosa escurriendo por las piernas.

e. Yo solo en la cima, sentado en silla de piedra, bajo las estrellas, mientras en el valle se movían como luciérnagas los que candil andaban en mi búsqueda.

5. En un momento de la película, el profesor pregunta a Romualdo, uno de sus alumnos, que qué significa monotonía de lluvia, del poema de Antonio Machado. ¿Lo recuerdas? Pues bien, ¿qué significa?

6. Moncho hace muchas preguntas a su profesor, entre ellas, ¿qué es el infierno? ¿Recuerdas qué le contesta el profesor? Escríbelo y haz tu propio comentario a la respuesta.

7. ¿Quién es el autor del cuento? ¿Cuál es el título del libro que incluye el cuento de La lengua de las mariposas?

8. ¿Quién es el director de la película? El actor que interpreta al profesor es uno de los actores españoles más famosos de nuestro país. ¿Cuál es su nombre?

9. Escribe una lista con las diferencias que hayas encontrado entre el cuento y la película.

10. Por último, después de haber visto la película y leído el cuento, ¿cuál es tu opinión personal de la historia?

 

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Responde a las siguientes preguntas después de haber leido el texto:

1. Intervienen 3 personas en el discurso, ¿podrías caracterizar a cada uno y hablar de su papel ante el pueblo y ante la visita de los americanos?
2. ¿Qué está intentando mostrarnos el director de la película con este discurso?
3. Hasta este momento de la película cómo aparecen representadas las instituciones políticas y administrativas?

Además, piensa que eres el alcalde, la maestra, el cura y un habitante de Villar de Río. Piensa qué harías si pudieras pedir algo a los americanos…

Texto:
– Vecinos de Villar del Río, como alcalde vuestro que soy os debo una explicación, y esa que os debo os la voy a pagar, que yo como alcalde vuestro que soy os debo una explicación y esa explicación que os debo os la voy a pagar, que yo…

– Yo no sé si os habéis enterao todavía que el señor alcalde os debe una explicación, y por si no os
habéis
enterao aquí estoy yo para deciros que no solamente os debe eso sino una gratitud
emocionada por el respeto, entusiasmo y disciplina con el que habéis acatado tus órdenes,
demostrando con ello el heroísmo sin par de este pueblo que os vio nacer para orgullo del mundo
entero.
(…) Sois nobles y bravos y ningún otro pueblo de alrededor puede arrebataros el triunfo que os
merecéis por vuestro coraje y orgullo del universo (…)
Que el señor delegado ha ofrecido un premio al que les reciba mejor, ¡ah!, pero no solamente mejor,
sino más al gusto de los americanos. Y yo que he estado en América, amigos míos, ya que conozco
a aquella mentalidades nobles, pero infantiles, os digo que España se conoce en América a través de
Andalucía. ¡Ah!, pero entendedme bien, no es que amen como se merecen a estos pueblos
castellanos de ejemplar raigambre; es que la fama de nuestras corridas de toros, de nuestros toreros,
de nuestras gitanas y sobre todo del cante flamenco ha borrado la fama de todo lo demás y busca en
nosotros el folclore.
Nosotros nos llevaremos el premio al mejor recibimiento porque los demás pueblos sólo han puesto
colgaduras, arcos triunfantes, fuentes luminosas con chorrito, chorradas y mamarrachadas. Mañana
mismo cuando traigan el material que falta y arreglemos las calles y las casas, haremos un ensayo
general del recibimiento y yo os recomiendo, mis queridos amigos, que vayáis pensando en lo que
vais a pedir a los americanos porque yo os doy mi palabra de honor que se van a estar aquí mucho
tiempo gastándose todo el dinero que traigan.
Y para terminar os digo que este es el momento de unir esfuerzos para recibir mejor que nadie a
estos buenos amigos, a estos formidables amigos, a estos…
– Indios. Indios. Y vosotros todos unos mamarrachos, unas máscaras, unos peleles que os disfrazáis
para halagar a unos extranjeros, mendigando un regalo.
¿Y tú qué clase de alcalde eres? ¿Qué te propones? (…) Ni D. Luís ni narices ¿De dónde ha salido
el dinero para comprar esto y esto? De nuestros bolsillos, de los bolsillos de los contribuyentes. ¿Y
qué creeis que vais a conseguir con esta piñata? Hacer el indio, ante esos indios. ¿No hay nadie que
tenga un poco de dignidad, de orgullo?…mequetrefes…

 

 

Antonio Machado

Publicado: 7 marzo, 2014 en deletras

Después de leer las fotocopias de la G98 y, en especial, de Antonio Machado, lee el siguiente poema y responde a la pregunta.

Es una tarde cenicienta y mustia,

destartalada, como el alma mía;
y es esta vieja angustia
que habita mi usual hipocondría.
La causa de esta angustia no consigo
ni vagamente comprender siquiera;
pero recuerdo y, recordando, digo:
-Sí, yo era niño, y tú, mi compañera.
*
Y no es verdad, dolor, yo te conozco,
tu eres la nostalgia de la vida buena
y soledad de corazón sombrío,
de barco sin naufragio y sin estrella.
Como perro olvidado que no tiene
huella ni olfato y yerra
por los caminos sin camino, como
el niño que en la noche de una fiesta
se pierde entre el gentío
y el aire polvoriento y las candelas
chispeantes, atónito y asombra
su corazón de música y de pena,
así voy yo, borracho melancólico
guitarrista lunático, poeta,
y pobre hombre en sueños,
siempre buscando a Dios entre la niebla.

Antonio Machado: Soledades. Galerías. Otros poemas.

PREGUNTA

¿Qué temas y símbolos típicos de la poesía de Antonio Machado distingues en este poema?

 

Juan Ramón Jiménez

Publicado: 7 marzo, 2014 en deletras

 

 

Después de ver el vídeo y releer el poema de Juan Ramón Jiménez y sus características en el libro, dejad vuestro comentario, chicos. Juan Ramón Jiménez

El programa de La2, La mitad invisible, descubre el poema «Espacio» de Juan Ramón Jiménez.

Poema de Juan Ramón Jiménez:

Vino, primero, pura,
vestida de inocencia.
Y la amé como un niño.

Luego se fue vistiendo
de no sé qué ropajes.
Y la fui odiando, sin saberlo.

Llegó a ser una reina,
fastuosa de tesoros…
¡Qué iracundia de yel y sin sentido!

…Mas se fue desnudando.
Y yo le sonreía.

Se quedó con la túnica
de su inocencia antigua.
Creí de nuevo en ella.

Y se quitó la túnica,
y apareció desnuda toda…
¡Oh pasión de mi vida, poesía
desnuda, mía para siempre!

 

El Lectoróscopo

Publicado: 22 febrero, 2014 en deletras

Las semanas pasadas los alumnos de 1.º ESO dieron contenido a una palabra que vimos en el periódico y que no sabíamos muy bien lo que significaba: LECTORÓSCOPO. Después de unos días de trabajo aquí tenéis el resultado:

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Arte y Sintaxis

Publicado: 15 febrero, 2014 en deletras, lengua, semántica, sintaxis

 

¡Con qué arte prepara 3.º ESO sus exámenes!

arte y sintaxis 1 arte y sintaxis 2 arte y sintaxis 3 arte y sintaxis 4 arte y sintaxis

Taller de encuadernación

Publicado: 15 febrero, 2014 en deletras, lectura, tarea

Con el objetivo de establecer una relación de apego con el papel y de valoración del libro como objeto, los alumnos de 1.º y 2.º de la ESO han realizado un taller de encuadernación que ha dado estos increíbles resultados:

1

cole 161 cole 162 cole 163
cole 157 cole 158 cole 159 cole 160

 

Este año ha habido una cuantiosa participación y nos ha resultado muy difícil elegir a las ganadoras. Finalmente los premiados han sido: Angélica de 1.º de la ESO, Arturo y Luis de 2.º de la ESO. También han resultado como finalistas, María Bravo y Maryam de 2.º de la ESO, así como Rocío de 1.º de la ESO. ¡Muchas gracias por participar!

Los premiados obtuvieron un dulce premio.
colegio 137

 

Ahí van las cartas premiadas y seleccionadas:

  • De Luis de 2.º ESO:

cartas de san valentín 14. concu0001 cartas de san valentín 14. concu0002

 

  • De Arturo, de 2.º ESO:

cartas de san valentín 14. concu0003

 

  • De Angélica, de 1.º ESO:

cartas de san valentín 14. concu0005

 

  • De Rocío, de 1.º ESO:

cartas de san valentín 14. concu0006

El amor, espacio de escritura creativa

Publicado: 15 febrero, 2014 en deletras

 

 

Estas son algunas piclits o imagechef de los alumnos de 1.º y 2.º de la ESO:

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